Aspectos críticos científico-tecnológicos
sobre los campos electromagnéticos (*)
«Congreso Internacional de Bioelectromagnetismo 1999: Ciencia, Medicina y Progreso»
(Alcalá de Henares, 11/12 de noviembre de 1999)
Pedro COSTA MORATA
Ingeniero Técnico de Telecomunicación y Sociólogo
Gabinete de Medio Ambiente del colegio Oficial de Ingenieros Técnicos de Telecomunicación
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Persistencia de la polémica sobre la interacción campos electromagnéticos-salud humana
Excesos físico-matemáticos
Crisis de la idea de progreso
Apunte interdisciplinar
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Persistencia de la polémica sobre la interacción campos electromagnéticos-salud humana
Tal y como era de esperar de una polémica a la que corresponden coordenadas más sociales que físico-biológicas, no se avanza gran cosa en conclusiones que hayan de ser ampliamente aceptadas acerca de los posibles efectos nocivos de los campos electromagnéticos (CEM) en los organismos vivos, y sobre todo en la salud humana. Desde la parte, digamos, tranquilizadora (empresas, administraciones, la gran mayoría de los representantes de la ciencia oficial) se sigue repitiendo sin desmayo ni variación que «no hay indicios suficientes» y que «no hay evidencias» sobre esos efectos perjudiciales. Pero sobre esos mismos efectos sigue alzándose la parte, digamos, crítica, que quizás va escorándose cada vez més hacia la vertiente de lo social, no sólamente por su origen popular o sociopolítico (asociaciones de vecinos, grupos ecologistas, incluso partidos políticos) sino por la creciente dificultad de encontrar desde la ciencia no oficial (reducidísima, casi inexistente) un tratamiento global de este problema que resulte asumible por la fracción dominante.
Efectivamente, puede no haber incicios, ni evidencias suficientes de esos efectos perjudiciales, pero está claro que tampoco los hay de lo contrario; sólo hay insuficiencias, sin garantías de que sean indicadoras de una situación estable y consolidada en lo físico-biológico. Quedaría por determinar en quién recae la carga de la prueba, si -como se pide desde el bando tranquilizador- sobre los críticos o – como exigen éstos- sobre los que vienen desarrollando tecnologías de gran amplitud e impacto sin garantías absolutas sobre efectos secundarios o deletéreos. Barry Commoner, biólogo y ecologista norteamericano, hacía observar en uno de sus primeros trabajos (1963) la indiferencia de la ciencia moderna sobre las consecuencias indeseables de su propio desarrollo, y señalaba que «puesto que la revolución científica generadora de la moderna tecnología tuvo lugar en el campo físico, parece natural que la ciencia moderna facilite mejores controles tecnológicos sobre la materia inanimada que sobre los seres vivos» (1). Es a la ciencia y la tecnología emergentes a las que corresponde, desde luego, demostrar que sus efectos secundarios van a ser o nulos o asumibles socialmente.
Pero esa indecisión de fondo acerca de la verdadera significación para la salud de los CEM no deja de producir efectos en la normativa. Por eso se establecen límites y niveles de referencia en varias de las magnitudes que definen los CEM. Pesa en esta actitud, evidentemente contradictoria con la seguridad y cerrazón de la que hace alarde la parte tranquilizadora, la duda científica de fondo y la responsabilidad política, aspectos ambos que son el resultado de la experiencia habida en otros episodios científico-técnico-sanitarios, sobre los que el tiempo -a veces de forma brutal- ha acabado por despejar las dudas, resistencias e indecisiones durante largo tiempo mantenidas. En gran medida, este es el caso de las radiaciones ionizantes procedentes de las explosiones nucleares, tan alegre e irresponsablemente incontroladas durante años con el apoyo -o al menos el silencio cómplice- de una parte esencial de la comunidad científica.
En resumen, y celebrando que las cuestiones relativas a los CEM hayan salido y salgan de los ambientes científico-tecnológicos para instalarse en el corazón de la decisión político-social, hay que aludir a lo que actualmente se llama «gestión de riesgo» (avance sobre la realidad política y jurídica de lo que es la «evaluación del riesgo»), que se puede definir como «un proceso de decisión más subjetivo que implica consideraciones políticas, sociales económicas y de gestión necesarias para desarrollar, analizar y comparar las opciones legislativas» (2). Esta gestión se lleva a cabo, en definitiva, respondiendo simplemente a las preguntas: ¿Cuánto riesgo hay?, ¿Qué estamos dispuestos a aceptar? y ¿Qué deberíamos hacer? Con lo que queda debidamente ubicado -en lo institucional y lo global- el problema electromagnético.
Excesos físico-matemáticos
Así, si bien se asegura que no existe ninguna prueba de que irradiaciones electromagnéticas con densidad de potencia por encima de los 10 mW/cm2 produzcan en los humanos efectos nocivos, todos los países y organismos se alejan considerablemente de ese nivel, estableciendo normativamente, por lo general, entre 0’5 y 1 mW/cm2 el límite de irradiación; y esto se hace así «para mayor seguridad»…
Dudas más profundas son las que se ciernen sobre las garantías de los «modelos biofísicos» manejados en estas tareas que, descartando la identificación de cualquier mecanismo de interacción, pretenden fundamentar sobre ellos mismos la conformidad social. Si en estos modelos se excluye la posibilidad de que los CEM interfieran en proteínas, enzimas o tejidos biológicos a la luz de la experiencia conocida, se está contemplando la realidad de forma restrictiva (3), generalmente con exceso de celo físico-matemático. Las afirmaciones, por otra parte, de que «no se dispone de evidencias epidemiológicas que avalen la relación postulada entre la exposición a CEM y un incremento en el riesgo de defectos en los procesos de reproducción y desarrollo, o de alteraciones mentales y del comportamiento»(4) restringen claramente las lecciones de los estudios epidemiológicos ya que «los resultados obtenidos no demuestran una relación dosis-respuesta»(5), con lo que la capacidad de estos estudios para arrojar luz definitiva en este asunto parece ir disminuyendo, en lugar de crecer en fiabilidad.
Resultan evidentes los excesos de la física matemática actual, incluso en los campos de los que parecería esperarse de ella una explicación plausible ( si no definitiva) sobre cuestiones esenciales que afectan al entendimiento básico de nuestro universo (aunque no a los problemas ordinarios de nuestra sociedad). La generalización del trabajo científico mediante la elaboración de teorías casi totalmente matemáticas no puede evitar que se lancen sobre esta metodología, de forma cada vez más agria, acusaciones de irrealidad y, en todo caso, de alejamiento de los intereses más generales. Es irritante que se tenga que admitir -en un momento de nueva exaltación de la llamada «conquista espacial»- que no se conocen bien los mecanismos celulares y moleculares implicados en la acción sobre los humanos de los CEM, y por lo tanto se desconozcan casi todo sobre límites o umbrales de exposición. En un mundo crecientemente elctromagnético, que envuelve a seres eminentemente eléctricos como son los humanos, se concede mucha más importancia a conocer el espacio exterior, incluso el más lejano, que el inmediato y acuciante mundo de la vida celular y su comportamiento bajo influencias nuevas de índole tecnológica. Los estudios epidemiológicos son, en este contexto, un recurso -tanto si se acometen con ánimo defensivo como si se instrumentalizan a modo de recusación- que muestra ya sus limitaciones en cuanto a alcanzar un mejor conocimiento de mecanismos biofísicos esenciales.
Frente a estos estudios epidemiológicos, a los que se sigue dando tanta importancia por su aparente capacidad de establecer/descartar mecanismos evidentes, se alza la no linealidad de la gran mayoría de los fenómenos naturales, constituida en base científica que cada vez perturba más el trabajo, en gran medida autocomplaciente, de los científicos enmarañados en la transcripción matemática de esos acontecimientos. La no linealidad como realidad desconcertante -si bien muy frecuente- está presente también en la biofísica de los campos electromagnéticos. Así, no hay explicación aparente (ni función matemática que la ilustre) de la relación sorprendente entre el incremento de valor de las radiofrecuencias y la tasa de absorción específica (TAE) resultante en humanos, que tras un tramo de aumento casi lineal experimenta un brusco descenso a partir de los 80/90 Mhz para estabilizarse entre los 500/1.000 Mhz, volviendo a remontarse lentamente sobre los 50.000 Mhz (6).
Este ejemplo sirve para destacar la especificidad de los organismos vivos en su comportamiento ante -o bajo- agentes que muestran una acción claramente lineal; la respuesta, el impacto real puede no seguir la misma función. De ahí el extremado cuidado de que hay que hacer gala cuando se intenta trasladar teorías matemáticas de uso más o menos habitual e incluso convincente en el mundo de los fenómenos físicos al de los seres vivos: la capacidad vaticinadora de estas teorías, o de los modelos matemáticos aplicados, se reduce notablemente. Y es que, como advierte Ernst Mayr, «cada organismo es único y cambia además de un momento a otro» (7).
Cuando se establece en el umbral de la ionización -esos 12, 4 eV correspondientes a radiaciones con longitudes de onda del orden de cientos de angströms y frecuencias de miles de terahercios -la radicalidad del si/no para los efectos mutagénicos se está descartando, al menos, que las sinergias entre lo electromagnético y lo tóxico, por ejemplo, pueden neutralizar la virtualidad física de ese nivel energético-matemático. Y en consecuencia, se sobrevalora un determinante físico escueto al desconocerse la realidad global natural, que actúa como algo distinto a la suma de realidades parciales.
Las teorías del caos vienen en nuestra ayuda y nos fortalecen en el escepticismo antimatematicista, tan necesario en momentos en que la confusión y hasta la charlatanería orlan el trabajo científico. Efectivamente, el caos es una característica de muchos sistemas no lineales, es dedir, que presentan soluciones distintas según varíen las condiciones iniciales. Y es evidente que «si existe un sistema no lineal, este es el que forma el conjunto de la naturaleza» (8).
El exceso matematicista de la física actual es evidente. Porque si bien los modelos numéricos funcionan particularmente bien en astronomía y en física de partículas, por ejemplo, contribuyendo a que los físicos puedan definir lo que de otra foma sería indefinible, no son en absoluto seguros cuando se aplican a entidades o fenómenos tan complejos como los de la Biología. «Un quark -dice Horgan- es un constructo totalmente matemático y sus propiedades, como el encanto, el color, la extrañeza, son propiedades matemáticas que no tienen analogía con el mundo macroscópico en que vivimos» (9).
Ese matematicismo, o fisicismo matematicista tiene su referencia, en gran medida, en el célebre enunciado de Galileo (1564-1642) de que «la naturaleza está escrita en lenguaje matemático» (10), así como en el racionalismo del siglo XVII, que el tiempo ha demostrado que reduce y coacta la extensa realidad natural, y muy especialmente la de los fenómenos no lineales, que son quizás la mayoría y desde luego los más importantes. Paul Dirac (1902-84), en nuestros días, ha retomado la misma idea pero corrigiéndola con humildad y tomando buena nota de los excesos de la física matematicista; porque no todas las soluciones de las ecuaciones/leyes matemáticas han de tener significado físico. Dirac aclaró que en su opinión la física era matemática, aunque no cualquier tipo de matemática, y puesto que postulaba que «las leyes físicas deben tener belleza matemática», las expresiones matemáticas bellas eran, para él, las razonable e intrínsicamente efectivas en las ciencias naturales. Otra observación de aplicación en nuestra reflexión es que si bien las estructuras matemáticas son infinitas no sucede lo mismo con las leyes que describen la naturaleza: es decir, que lo que es matemáticamente posible no tiene por qué serlo físicamente (11). Cabría añadir, a esa «revisión galileana», que no puede asegurarse que todos los fenómenos y leyes físicas hayan de tener expresión matemática exacta, o al menos, que se haya de encontrar un día su representacion matemática correcta…
Entre las consecuencias no menos importantes de estos excesos matemáticos en la física contemporánea ha de anotarse el alejamiento y la desconfianza que el ciudadano, incluso el bien informado, opone a este trabajo tan críptico como elitista. No ha de extrañar, entonces, cierta alarma del ciudadano que ha de escuchar, o leer, a sesudos científicos concentrados en su mundo de constructos físico-matemáticos con observaciones a medio camino entre el dramatismo científico y la perplejidad ordinaria; como ésta: «Podría confirmarse que la realidad procede de los retorcimientos de bucles de energía en un hiperespacio de diez dimensiones…»(12).
Crisis de la idea de progreso
En buena medida, es la venalidad de gran parte del trabajo científico-tecnológico lo que ha hecho que, por primera vez en los doscientos años de vigencia casi indiscutida, se halle seriamente cuestionada la idea de progreso como proceso lineal y necesario. Es positivo, desde luego, que este paradigma haya entrado en crisis tras la larga etapa de aceptación y auge casi universales, desde que lo acuñara Condorcet (1793) en sus dimensiones verdaderamente modernas (13). La discusión sobre esta idea, a la luz de la evolución de cuanto se considera progreso social, y sobre todo a lo largo del siglo XX, deja muy amplio margen para el escepticismo frente a la ciencia y la tecnología.
Sobre todo, este binomio ciencia-tecnología (entre cuyos componentes ya no es posible establecer relaciones de sumisión o de antelación) ha de enfrentarse a las acusaciones que le niegan el ser capaz de resolver los problemas sociales más acuciantes y básicos: pobreza, enfermedades, guerras. Sino que, por el contrario, parece instalarse, más bien, en una plataforma fatal de generación de nuevos problemas y de agravamiento de los ordinarios. En su intento de desentrañar cada vez fenómenos más complejos «la ciencia está dejando atrás nuestros axiomas innatos» (14).
Tampoco la ciencia viene distinguiéndose, en los años de mayor arrogancia y pretensión, por contestar a nuestras preguntas fundamentales, como las que tienen relación con el sentido de la vida y la presencia del hombre en el mundo. Precisamente, parece que el mayor embate actual que va a sufrir la idea de progreso procederá de la discusión que biólogos y paleontólogos vienen animando sobre la evolución de la vida con un cariz cada vez más escéptico, incluso «destructivo». Así, se recusa actualmente la idea de evolución progresiva de la vida como producto ideológico de la Inglaterra victoriana (darwinista, liberal-imperialista) y resultado de la selección que imponen los más fuertes para ser sustituida por «un proceso donde el éxito evolutivo se basa fundamentalmente en la suerte» (15) (es decir, en el caos).
La crítica desde la biología reforzará los planteamientos más inconformistas desde lo social, que si bien parecen arrancar del 68 francés tienen mucho más que ver con la crítica ecologista del último tercio de siglo. No es posible aceptar que el medio ambiente en general discurra por canales de progreso sensible, sino todo lo contrario; tampoco es evidente que hechos tan elementales como la alimentación -a escala local, nacional o planetaria- evolucione favorablemente, resultando espectaculares tanto los puntuales escándalos que salpican el mundo entero como el progresivo deslizamiento desde tradiciones saludables hacia pautas culinarias y gastronómicas aberrantes.
Son muchos los que sostienen que cada vez es más sensible el regreso general en salud personal y pública, tanto la física como la mental. La medicina química y tecnológica encuentra cada vez más dificultades para demostrar que evoluciona en una trayectoria adecuada y para garantizar que no genera más perjuicio que beneficio. Aunque esta apreciación, bastante extendida, necesita desde luego de matización y equilibrio, no puede separarse de hechos igualmente preocupantes, como sucede con el retorno de enfermedades «erradicadas» y la aparición de otras consideradas «nuevas». La verdad es que adquiere forma por momentos un estado patológico general muy en conexión con el desarrollo económico ( e incluso, se diría, con la calidad de vida tal y como sigue siendo considerada) y caracterizado por el stress y la velocidad, el desasosiego y la competitividad, el aislamiento y la insolidaridad,etc.
El ritmo económico, y la casi absoluta instrumentalización de la ciencia y la tecnología por las exigencias productivas y crematísticas nos recuerdan que ciencia y tecnología son un producto social y que en consecuencia responde a las fuerzas y resortes dominantes de cada momento en esa sociedad. Y está claro que cada vez menos ese impulso social procede de objetivos y anhelos colectivos, amplios, verdaderamente sociales, sino más bien de grupos o instituciones parciales pero privilegiadas, como el empresariado, la competencia internacional, la comunidad científica o incluso la clase política.
Malos tiempos, pues, para creer en el progreso según el optimismo y la reflexión de nuestros ancestros ilustrados y desarrollistas, para los que esa idea actuó como motor o meta. Hoy esa meta resulta o desconocida o indeseable, y obliga a someter a revisión profunda -radical- todos los componentes de la llamada «civilización moderna». Pero hay que reconocer que no podía ser de otra forma: el progreso se ha ido identificando más y más con índices y criterios económicos y hasta economicistas, y ha llegado a hacernos olvidar que era de progreso social de lo que se trataba, y que ese progreso social, que es el verdadero, consiste en algo muy distinto a la sucesión de cifras económicas en progresión.
Recordemos, finalmente, que las raíces del escepticismo frente a la idea de progreso han tenido siempre un fundamento, digamos, metafísico. Ya en 1920, John Bury advertía en un clásico trabajo que la creencia en el progreso pertenece a ese tipo de ideas que no dependen de la voluntad humana, sino de la aceptación o no de su propia realidad o falsedad. La idea de progreso -como la inmortalidad personal, el Destino o la Providencia- atañe a los misterios de la vida y por eso se puede creer o no en ella, porque puede ser verdadera o falsa (16).
Apunte interdisciplinar
No creo que sea cuestión, llegados a este punto, de esperar que la ciencia como producto e institución sociales reconduzca sus esfuerzos con otros criterios y prioridades. La feroz competencia entre Estados, empresas e individuos no augura ninguna reorientación positiva de sus pretensiones y objetivos, sino, por el contrario, una agudización de sus aspectos rentabilistas y economicistas, lo que afectará a su alta especialización y a la dedicación abrumadora hacia unos aspectos frente a la marginación de otros. Se agravará, pués, su alejamiento de las necesidades verdaderamente sociales, como viene siendo palpable desde mediados de este siglo.
Pero esto no debe hacernos olvidar que la ciencia -la verdadera ciencia, es decir, la que tiene siempre finalidad social- es sólo una, y no es acertado el asumir su complejidad aparente como razón indiscutible para seguir atomizándola ad infinitum. Porque esto no sólamente crea desazón y frustración personales tanto en las etapas de formación como, sobre todo, en la de ejercicio profesional, sino que configura un lamentable panorama en el que proliferan más y más los científicos que son -y así se muestran, muchas veces con orgullo- verdaderos analfabetos en casi todas las parcelas del saber menos en la que cultivan ordinaria y – casi siempre- apasionadamente.
La polémica electromagnética refleja suficientemente la posición científica parcial de cada protagonista (sea individual o colectivo): cada exponente parte de un enfoque, o punto de vista, generalmente separado o aislado de numerosos otros posibles. Esto sucede sobre todo entre profesionales o especilistas de las diversas ciencias naturales, como físicos y biólogos.
En la actitud del especialista suele estar presente el desprecio hacia toda definición generalista del saber, y esta es una actitud con connotaciones político-sociales. Barry Barnes, que cree que la actividad científica en cuanto tal es una actividad colectiva y organizada que se haya inserta en la división social del trabajo, señala que «la especialización estaría en el origen del formidable poder de los científicos considerados como grupo social»(17).
Pero esa especialización del saber lleva a niveles de exageración que rozan lo ridículo, porque no pocas veces un especialista en determinada rama de la Matemática, por ejemplo, ha perdido la visión general sobre la Matemática como ciencia… Robert Oppenheimer hacía observar (1965) que «se han desarrollado las disciplinas especializadas como los dedos de la mano, unidos en su origen pero que ya no están en contacto unos conotros», y sentenciaba, presa de una indisimulable desolación personal: «En la actualidad el conocimiento científico no constituye un enriquecimiento de la cultura general» (18).
De ahí que sea precisamente la formación amplia, la ambición científica universalista la recomendación que haya de hacerse siempre que posiciones pretendidamente científicas se enfrenten sin diálogo, atrincheradas en sus respectivos postulados o paradigmas tradicionales y específicos. Esa lamentable separación -radical, vital, nada trivial- entre «ciencias y letras» tanto en los planes de estudio como entre científicos, intelectuales y profesionales del momento ilustra el punto necio y disparatado al que han llegado la institución de la enseñanza y en consecuencia la comunidad científica y tecnológica. El vulnerar este determinante, este corsé y esta perspectiva chata del mundo y el conocimiento que sobre él hemos de pretender puede salvarnos de las dedicaciones obsesivas y de la sobrevaloración de la propia actividad, que configuran una actitud siempre indeseable.
La crítica científico-tecnológica sólo es posible con un amplio bagaje científico y con un mínimo de experiencia tecnológica pero, sobre todo, exige una sólida vocación por lo social, lo que -a despecho de muchísimos científicos naturales- también constituye un empeño científico y genera una parcela del saber con pretensiones bien fundadas, de tanta o mayor universalidad como pueda arrogarse la física teórica. (No está de más recordar que una de las causas que originaron la sociología como ciencia moderna fue la «reacción» ante las consecuencias nocivas que la Revolución Industrial mostraba ya en la transición de los siglos XVIII a XIX; y de ahí que siempre se preocupara de la reorientación de la ciencia, dando prioridad a sus aspectos y determinantes sociales, con afán declarado de unificación).
Además, desde el famoso trabajo de Thomas S. Kuhn (19) (1962) pocos siguen discutiendo que la ciencia no sea otra cosa que «una empresa colectiva de solución de enigmas». Y ya no se pueden ignorar ni su dimensión social ni su enraizamiento histórico (20).
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Notas
(1) Commoner, Barry: Ciencia y supervivencia. Plaza & Janés, Barcelona, 1970.
(2) Del artículo de Francisco Vergara, «Riesgos para la salud humana de las exposiciones ambientales a campos eléctricos y magnéticos» en Física y
sociedad, Revista del Colegio Oficial de Físicos, n14 10 (primavera de 1999).
(3) Siguiendo a Alejandro Úbeda, biólogo, en «Campos magnéticos ambientales y cáncer», El País, 1-6-1994, en respuesta al artículo «¿Afectan los campos
eléctricos y magnéticos al hombre?», del físico Miguel Aguilar, publicado en El País, 11-5-1994.
(4) Según S. Castaño, A Real y J.M.Gómez, del CIEMAT, en «Campos electromagnéticos generados por las líneas de alta tensión. Posibles efectos sobre la
salud y el medio ambiente», en Física y Sociedad, op. cit.
(5) Según Francisco Vergara, op. cit.
(6)Véase el artículo de Robert Cleveland, «Radiofrequency radiation in the environment: sources, exposure standards and related issues», en Ayrepetyan, S.
y Carpenter, D.: Biological Effects of Electric and Magnetic Fields. Academic Press, San Diego (Cal.), 1994.
(7) Mayr, Ernst: Towards a New Philosophy of Biology, citado en John Horgan: El fin de la ciencia. Los límites del conocimiento en el declive de la era
dientífica. Paidós, Barcelona, 1998.
(8) Sánchez Ron, J.M.: Diccionario de la Ciencia. Planeta, Barcelona, 1996.
(9) Horgan, John:op. cit.
(10) Aunque la redacción y su contexto es ligeramente distinto, tal y como aparece en Il Saggiatore, 1623, VI, 232.
(11) Citado en Sánchez Ron, J.M.: op.cit.
(12) Horgan, John: op.cit.
(13) Marqués de Condorcet: Esbozo de una imagen histórica del progreso del espíritu humano. Publicado en 1795, un año después de su muerte.
(14) Citado en John Horgan, op. cit. aludiendo al pensamiento de Gunther Stent y Gregory Chaitin.
(15) Del artículo de Pere Alberch, «El concepto de progreso y la búsqueda de teorías generales en la evolución», en El progreso.¿Un concepto acabado o
emergente?, editado por Jorge Wagensberg y Jordi Agustí. Tusquets Editores/Fundació «la Caixa», Barcelona, 1998.
(16) Bury,John: La idea del progreso. Alianza, Madrid, 1972.
(17) Barnes, Barry: Sobre ciencia. RBA Editores, Barcelona, 1995.
(18) Robert Oppenheimer, citado en W.O.Hagstrom: The Scientific Community. Basic Books, Nueva York, 1965.
(19) Kuhn, T.S.: La estructura de las revoluciones científicas. FCE, Madrid, 1990.
(20) Citado en M.González, José A. López y José L. Luján: Ciencia, tecnología y sociedad. Una introducción al estudio social de la ciencia y la tecnología.
Tecnos, Madrid, 1996